Minas inertes

Como aventura de niños; la esperó en la parada del camión, sólo tenían una hora para usar un lugar prestado; no había forma de decir más, corrieron, ella en tacones, y él en tenis... Es imposible saber qué tanto se notaba la diferencia de edad.

Corrieron por una calle, llegaron a una vecindad, a pesar de los años a ella le daba pánico la aventura colegial, hacía ya muchos ayeres que las aventuras por ser descubiertos se habían convertido en encuentros rutinarios con la misma persona, tras la ventana de su casa, quizá en la cocina, tal vez un manoseo en el transporte público, ¡vaya! no más riesgos; eso ya no encajaba en su modo de vida.

Entraron rápido y las bocinas y la música estaban prendidas, canciones que ninguno recuerda, pues sólo eran la cortina de humo para esconder los sonidos de la excitación liberada. No hubo más preámbulo, 60 minutos eran el tiempo perfecto para algo apresurado, retador y peligroso...

Días antes había comenzado todo, una salida entre amigos, una noche sin mucho qué hacer, un sofá grande, espacioso, películas, oscuridad y esa chispa traicionera, que te envuelve cuando menos lo esperas y te atrae a quien menos piensas, pero te electriza, y decides ser irracional, aventarte, te vuelve temerario, osado y valiente. Lo prohibido, lo escondido, eso que te hace sentir más placer, quizá por eso aun después de prometer que no habría segunda vez, ya estaban en un lugar que sólo el conocía, y la hacía sentir como la novia de preparatoria que escondida en la oscuridad sin siquiera estar desnuda por completo acudía al encuentro de un amante nervioso con el tiempo contado.

Se embarcaron en las caricias desesperadas, él la recorrió por todo el cuerpo como un experto, se extravió entre sus senos sensibles y expectantes, buscó el espacio perfecto para posar su rostro, colocó las manos aún suaves en las caderas; ella hizo suya la espalda a caricias, lo alabó como el náufrago a la tierra, lo mordió y le hizo sentir ese deseo, la desesperación por probar aquello que era incierto, la impaciencia por vibrar convencida de que sí hay deseo puro y entrega fugaz sin necesidad de amor.

Así entre vaivenes el tren del deseo propuso formas diferentes, reconocimiento de cuerpos, acople de pieles, choques mojados, ojos cerrados y gemidos con palabras entrecortadas; ¡Me encantas! -se decían-
eran dos seres en la cima del placer dejando de lado cualquier prejuicio, los años, la diferencia, la igualdad; no podía más que haber armonía, la mezcla perfecta entre el deseo y la complacencia, la explosión incesante de las minas que parecían inertes...

- La próxima vez te invitaré a mi departamento, y no habrá límite de tiempo.
- No habrá próxima vez; contestó.

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